Al iniciar la Misa exequial de nuestro hermano Alfonso Andueza Artázcoz, fallecido en la paz del Señor en el convento de capuchinos de Ciudad de México en la tarde del domingo 18 de noviembre de 2018.
En esta misa exequial de nuestro hermano Alfonso, aquí, ante su cuerpo yacente, queremos hace una sencilla evocación de su vida para compartir con más sentimiento nuestra oración. No se trata de una panegírico inoportuno en este momento sagrado, sino de evocar ante Jesús la memoria de un hermano, muy querido, que nos deja a sus 92 años, cumplidos el día de San Judas Tadeo, después de una residencia y servicio de 26 años en este México, que llevaba en su corazón, y en esta fraternidad concreta de Las Águilas.
Había nacido en un pueblecito de Navarra, cercano a Pamplona, llamado Urdánoz en 1926, y como P. Alfonso de Urdánoz era reconocido en sus años ministeriales en España, si bien su familia le seguía llamando “Paquito”, porque Francisco fue el nombre de bautismo.
Hijo de familia de profunda raigambre católica, cuando iba a cumplir 11 años ingresa en el seminario. Estamos en tiempo de la guerra española. A los 19 años en agosto de 1946 (es decir hace 72 años) profesó la vida religiosa como religioso capuchino, bajo la Regla de san Francisco. En vísperas de Navidad de 1950, a sus 24 años, fue ordenado sacerdote.
En este tiempo hubo algo sorprendente, para él milagroso. Padeció una tuberculosis pulmonar gravísima. Se encomendó al Padre Esteban de Adoáin, capuchino de Navarra que en el siglo XIX evangelizó en diversos países de América, pidiendo el milagro. Y se curó. Se consideró que el hecho se podía presentar en Roma, con el dictamen de los doctores, pero el tribunal eclesiástico no lo aceptó. La verdad es que la enfermedad no le dejó ninguna secuela.
Alfonso irradiaba entusiasmo y simpatía y bien lo demostró en los treinta años que estuvo en Pamplona, radicando en la iglesia de S. Antonio, en el centro de la capital, de muchísimo culto. Lo primero le dedicaron profesor y educador de la Escolanía de los niños cantores que embellecían el culto, y que al propio tiempo estudiaban la Secundaria en los salones del convento. Pero más que esto queremos destacar dos aspectos de su carisma personal, que definen su perfil apostólico: los jóvenes y lo enfermos.D urante casi veinte años fue el capellán de la Clínica de San Francisco, cercana al convento, con la misa diaria.
En 1975 el Arzobispo le nombra Encargado diocesano de la Fraternidad Católica de Enfermos y Minusválidos. Era admirable ver al pelirrojo P. Alfonso, lleno de ímpetu, repartiendo amor y alegría a los enfermos, y verle llevar en la silla de rueda a los minusválidos, organizando sus festejos propios.
Dígase lo mismo con respecto a la Juventud de San Antonio de Pamplona, de la que fue Consiliario, como también fue Capellán durante varios años de la Unión Ciclista de Navarra.
Fue Capellán de la Residencia de Universitarios Lecároz en Pamplona durante los dos años que existió. Los excolegiales de Lecároz, que han llegado hasta México, han podido tratar con el P. Alfonso como con un amigo.
Fue Guardián del convento de San Antonio de Pamplona, del convento de Estella y del convento de San Antonio de Zaragoza, signo del prestigio y autoridad de que gozó entre los hermanos. Ya mayor, en abril de 1993, recibe obediencia para venir a esta demarcación de México, donde los capuchinos españoles comenzaban a afianzarse de cara a un futuro vocacional.
Su destino fue Las Águilas, y desde el principio hasta el final esta ha sido su casa.
Quién era y qué hacían el P. Alfonso ustedes lo han podido ver, con mucha gratitud. Hombre bueno de corazón, franco para la amistad, amante de su familia y de su tierra de origen, con extraordinario don de gentes. Su campechanía en modo alguno era frivolidad. Él fue sencillamente capuchino y sacerdote.
El P. Alfonso se consideró toda la vida muy fraile capuchino y muy sacerdote. A sus 88 años, a propósito de su ministerio, escribía a un amigo de la orden: “…yo al menos, no actúo maquinalmente en los Sacramentos. Pongo todo mi interés, como si fuera primera vez. No hago por pasar, como si fuera cualquier cosa”.
Nosotros, los hermanos capuchinos, españoles como mexicanos, guardaremos un recuerdo imborrable de este nuestro hermano mayor. Atentísimo y servicial con todos los que venían a casa. Creemos también que los hermanos han sabio portarse como hermanos, prestándole todos los servicios necesarios en el proceso de su larga enfermedad.
Hombre piadoso, amante de la Virgen…, que ha sido una bendición para esta parroquia de la Inmaculada y San Pío.
Hermano Alfonso, descansa en la paz del Señor.
(Nota. Texto preparado por Fr. Rufino María Grández, en la imposibilidad de acudir a esta Misa funeral. Guadalajara, 19 de noviembre de 2018)